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Carta 163 a W.H. Auden (1955)

‘All I remember about the start of The Hobbit is sitting correcting School Certificate papers in the everlasting weariness of that annual task forced on impecunious academics with children. On a blank leaf I scrawled: ‘In a hole in the ground there lived a hobbit.’ I did not and do not know why.’

7 de junio de 1955                                                      76 Sandfield Road, Headington, Oxford

Querido Auden:

Me alegró mucho saber de usted, y también comprobar que no se ha aburrido todavía. Me temo que deba prepararse para una larga carta otra vez, pero puede hacer con ella lo que quiera. De cualquier modo, la he dactilografiado para que pueda leerse velozmente. No pienso realmente que yo sea tan importante. Escribí la Trilogía por satisfacción personal, llevado a ella por la escasez de literatura de ese tipo que deseaba leer (y la que había estaba a menudo sumamente adulterada). Una tarea ingente, y como dice el autor de Ancrene Wisse al final de su obra: «Preferiría, Dios sea testigo de ello, echarme a andar a Roma antes que empezar esta obra otra vez». Pero a diferencia de él, yo no habría dicho: «Leed parte de este libro a vuestro gusto cada día; y espero que si lo leéis a menudo, os será muy provechoso; de lo contrario, habré malgastado muchas largas horas». No pensé demasiado en el provecho o en el placer de los demás, aunque nadie puede realmente escribir o hacer nada de manera exclusivamente privada.

Sin embargo, cuando la BBC emplea a alguien de su importancia para hablar públicamente de la Trilogía, no sin referencia al autor, el más modesto (o por lo menos reservado) de los hombres, cuyo instinto le lleva a enmascarar bajo una investidura mítica y legendaria los conocimientos que tiene de sí mismo y las críticas a la vida tal como ésta se le da, no puede evitar pensar en ella en términos personales, y encontrarla interesante, y difícil también para expresarse con brevedad y exactitud a la vez.

El Señor de los Anillos, como historia, fue terminada hace ya tanto tiempo que puedo ahora adoptar un punto de vista impersonal sobre ella y encontrar las «interpretaciones» muy divertidas; aun aquellas que yo mismo pudiera hacer, que son en su mayoría post scriptum: tenía en mente muy pocas intenciones de carácter particular, conscientes o intelectuales, mientras iba escribiéndola.* Excepto unas pocas críticas deliberadamente despreciativas –como la del Vol. II en el New Statesman, en la que usted y yo fuimos denostados con términos tales como «pubescente» e «infantilismo»–, lo que los lectores apreciativos han sacado de la obra o han visto en ella ha sido bastante favorable, aun cuando no esté de acuerdo con ello. Exceptuando siempre, por supuesto, toda interpretación que suponga una simple alegoría: es decir, lo particular y lo tópico. En un sentido más amplio, supongo, es imposible escribir una «historia» que no sea alegórica en la proporción en que «cobre vida», pues cada uno de nosotros es una alegoría, encarnada en un cuento particular e investida con las ropas del tiempo y el lugar, verdad universal y vida perdurable. De cualquier modo, la mayor parte de la gente que ha disfrutado de El Señor de los Anillos ha sido afectada primordialmente por ella como historia estimulante, y así fue como se la escribió. Aunque, por supuesto, no puede eludirse la pregunta formulada desde la puerta trasera: «¿De qué se trata?». Eso sería como responder a una pregunta estética hablando de un aspecto técnico. Supongo que si en un momento dado se hace una buena elección en lo que a una «buena narración» (o «buen teatro») respecta, se comprobará que el acontecimiento descrito es el más «significativo».

Para volver, si puedo, a los «Toques humanos» y a la cuestión del momento en que comencé: esto es más bien como preguntarle al Hombre cuándo comenzó el lenguaje. Fue la evolución inevitable aunque condicionada de un dar a luz. Esto ha sido siempre algo mío: la sensibilidad a la estructura lingüística, que me afecta emocionalmente tanto como el color y la música; el apasionado amor por las cosas que crecen, y una profunda respuesta a las leyendas (por falta de una palabra mejor) que tienen lo que llamaría el temperamento y la temperatura noroccidentales. De cualquier modo, si se quiere escribir un cuento de esta clase, uno debe consultar con las propias raíces, y un hombre del Noroeste del Viejo Mundo pondrá su corazón y la acción de su cuento en el mundo imaginario de ese aire y esa situación: el Mar Incesante de sus innumerables antepasados en el Oeste, y las tierras infinitas (de las que proviene la mayor parte de sus enemigos) en el Este. Aunque además puede que su corazón recuerde, por más que haya sido despojado de toda tradición oral, el rumor a lo largo de todas las costas acerca de los Hombres Venidos del Mar.

Digo esto sobre el «corazón» porque tengo lo que algunos podrían llamar un complejo de Atlántida. Posiblemente heredado, aunque mis padres murieron demasiado jóvenes como para que sepa tales cosas sobre ellos, y demasiado jóvenes como para que me las transmitieran oralmente. Heredado de mí (supongo) por sólo uno de mis hijos, aunque no lo supe hasta recientemente, y él no sabía que yo lo tuviera. Me refiero al terrible sueño recurrente (que empieza con la memoria) de la Gran Ola, levantada como una torre, que avanza ineluctable por sobre los árboles y los campos verdes. (Se lo he legado a Faramir.) No creo que lo haya tenido desde que escribí la «Caída de Númenor», última de las leyendas de la Primera y la Segunda Edades.

Soy, por sangre, de las Tierras Medias del Oeste (y escogí como lengua el inglés medio de las Tierras Medias del Oeste desde que le puse los ojos encima), pero quizás un hecho de mi historia personal pueda explicar en parte por qué el «aire noroccidental» me atrae tanto a la vez como «patria» y como descubrimiento. Nací en realidad en Bloemfontein, y, por tanto, esas impresiones profundamente implantadas que subyacen a los recuerdos todavía visualmente disponibles de la primera infancia, son las de un cálido campo reseco. Mi primer recuerdo de Navidad está constituido por un sol enceguecedor, cortinas corridas y un eucalipto desmayado de calor.

Me temo que esto se esté convirtiendo en una lata espantosa y me extienda demasiado, más de lo que se merece «esta despreciable persona delante de usted». Pero es difícil detenerse una vez empezado un tema tan absorbente para uno mismo como es uno mismo. En cuanto al condicionamiento: soy plenamente consciente del condicionamiento lingüístico. Asistí a la King Edward’s School y me pasé allí la mayor parte del tiempo aprendiendo latín y griego; pero también aprendí inglés. ¡No literatura inglesa! Excepto Shakespeare (que me disgustó cordialmente), los principales contactos con la poesía se produjeron cuando fue preciso traducirla al latín. No una mala introducción, aunque un tanto caprichosa. Quiero decir algo de la lengua inglesa y su historia. Aprendí anglosajón en la escuela (también gótico, pero ése fue un accidente del todo desconectado del curriculum, aunque decisivo; descubrí en él no sólo la filología histórica moderna, atrayente desde el punto de vista histórico y científico, sino, por primera vez, el estudio de una lengua por mero amor: quiero decir, por el intenso placer estético derivado de una lengua por sí misma, no sólo despojada de su utilidad sino del hecho de ser el «vehículo de una literatura»).

Hay dos o tres hebras. La fascinación que tenían para mí los nombres galeses, aun cuando los viera sólo en camiones cargados de carbón, incluso desde pequeño es una de ellas; sin embargo, cuando pedía información, la gente sólo me daba libros incomprensibles para un niño. No aprendí nada de gales hasta que fui un estudiante ya mayor, y encontré en él un constante deleite, tanto lingüístico como estético. El español es otra: mi tutor era en parte español, y yo, a comienzos de mi adolescencia, cogía sus libros e intentaba aprender esa única lengua romance que me procura el placer particular del que hablo: no es exactamente lo mismo que la mera percepción de la belleza; siento la belleza, por ejemplo, del italiano o, por lo demás, del inglés moderno (que está muy lejos de mi gusto personal); se parece más bien al apetito que se siente por un alimento necesario. Después del gótico, lo más importante fue el descubrimiento en la biblioteca del Exeter College de una gramática finlandesa. Fue como el descubrimiento de una entera bodega llena del vino más asombroso, de una especie y un sabor nunca degustados antes. Me intoxicó por completo; y abandoné el intento de inventar una lengua germánica «no registrada», y mi «propia lengua» —o series de lenguas inventadas— se volvió densamente finlandesa, tanto en su estructura como en su fonética.

Eso, por supuesto, hace mucho que ha pasado. El gusto lingüístico cambia como todo lo demás con el avance del tiempo, u oscila entre polos. El centro lo ocupan ahora el latín y el tipo británico de celta, con el hermosamente coordinado y estructurado (si bien de modo sencillo) anglosajón en las cercanías, y algo más alejado el antiguo noruego junto con el vecino, aunque no emparentado, finlandés. ¿No podría decirse romano-británico? Con una fuerte y más reciente infusión de Escandinavia y el Báltico. Bien, me atrevería a decir que semejantes gustos lingüísticos, con la debida concesión a la pátina escolar, constituyen una prueba tan buena o aún mejor de los propios ancestros que los grupos sanguíneos.

Todo esto como marco de las historias, aunque las lenguas y los nombres no pueden para mí separarse de ningún modo de ellas. Son y fueron, por así decir, un intento de procurar un marco o un mundo en el que mis expresiones de gusto lingüístico pudieran tener una función. Comparativamente, las historias llegaron de forma más tardía.

Intenté escribir un cuento por primera vez poco más o menos a los siete años. Era sobre un dragón. No recuerdo nada de él, salvo un hecho filológico. Mi madre no dijo nada del dragón, pero señaló que no era posible decir «un verde dragón grande», sino «un gran dragón verde». Me pregunté por qué, y me lo pregunto todavía. El hecho de que recuerde esto es posiblemente significativo, pues no creo haber intentado escribir otro cuento durante muchos años, y emprendí el estudio del lenguaje.

Mencioné el finlandés porque ésa fue la lengua que disparó el cohete en la historia. Algo en el aire del Kalevala me atrajo inmensamente, aun en la pobre traducción de Kirby. Nunca aprendí el finlandés lo suficientemente bien como para hacer otra cosa que avanzar penosamente por el original, como un escolar hace con Ovidio; me atrajo sobre todo el efecto que tuvo en «mi lengua». Pero el comienzo del legendarium, del que la Trilogía forma parte (la conclusión), fue un intento de reorganizar un fragmento del Kalevala, especialmente el cuento de Kullervo el desdichado, según una forma propia. Eso comenzó, como dije, en el período lectivo, casi desastroso, pues mi afán casi me sacó de quicio. Digamos de 1912 a 1913. Tal como prosiguió la cosa, me puse a escribir en verso. Aunque la primera verdadera historia de este mundo imaginario casi plenamente formado, tal como existe ahora, fue escrita en prosa durante un permiso por enfermedad a fines de 1916: La Caída de Gondolin, que tuve el descaro de leer en el Exeter College Essay Club en 1918.4 Escribí mucho más en los hospitales antes del final de la Primera Gran Guerra.

Proseguí después del regreso, pero cuando intenté que este material se publicara, no tuve buen éxito. El Hobbit, en un principio, no tenía conexión alguna, aunque inevitablemente quedó incluido en la circunferencia de una construcción más amplia, y hasta llegó a modificarla. Por desgracia, en la medida en que yo fui consciente de ello, estuvo concebido como «historia para niños», y como no había adquirido todavía el tino suficiente y mis hijos no eran lo bastante grandes para corregirme, tiene en parte la tontería del estilo que me contagié impensadamente de la clase de material del que me serví, como Chaucer puede contagiarse del cliché de la trova. Lo lamento de veras. También lo lamentan los niños inteligentes.

Todo lo que recuerdo del comienzo de El Hobbit es estar sentado corrigiendo ensayos de promoción en el imperecedero cansancio de la tarea anual que se nos impone sin paga en las academias. En una hoja en blanco garrapateé: «En un agujero en la tierra vivía un hobbit». No sabía y no sé por qué. Por largo tiempo no hice nada al respecto, y durante algunos años no fui más allá del trazado del Mapa de Thror. Pero se convirtió en El Hobbit a principios de la década de 1930, y finalmente se publicó no por causa del entusiasmo de mis propios hijos (aunque les gustó mucho),** sino porque se lo presté a la entonces reverenda madre de Cherwell Edge mientras padecía de gripe, y lo vio una ex estudiante que estaba por aquel tiempo en la oficina de Allen & Unwin. Según creo, se lo dieron a leer a Rayner Unwin; si, una vez crecido, no hubiera sido por él, creo que la Trilogía no habría sido nunca publicada.   

Como El Hobbit tuvo gran éxito, se solicitó una continuación; y las remotas Leyendas Élficas fueron rechazadas. El lector de un editor dijo que estaban demasiado atestadas con esa especie de belleza céltica que en grandes dosis enfurecía hasta la locura a los anglosajones. Es muy probable que tuviera razón. De cualquier modo, yo mismo percibía el valor de los Hobbits, pues ponían un terreno concreto bajo los pies de la «fantasía», procuraban sujetos para el «ennoblecimiento» y héroes más dignos de alabanza que los profesionales: nolo heroizari es, por supuesto, un tan buen comienzo para un héroe como lo es nolo episcopari para un obispo. No es que sea un «demócrata» en ninguna de sus acepciones corrientes; excepto, supongo, para hablar en términos literarios, en que todos somos iguales ante el Gran Autor, qui deposuit potentes de sede et exaltavit humiles!*

De todos modos, yo no estaba preparado para escribir una «continuación», en el sentido de otra historia para niños. Había estado pensando en los «Cuentos de Hadas» y su relación con los niños; incluí algunas de las conclusiones en una conferencia que pronuncié en St. Andrews, que finalmente amplié y publiqué en un Ensayo (entre los enumerados en la O.U.P. como Essays Presented to Charles Williams y vilmente ahora fuera de imprenta). Como expresaba la idea de que la conexión trazada en la mente moderna entre niños y «cuentos de hadas» es falsa y accidental, y malogra los cuentos en sí mismos y también para los niños, quise intentar escribir una historia que no estuviera en absoluto dirigida a los niños (en cuanto a tales); quería también un amplio cañamazo.

Naturalmente, me encontré con que tenía que hacer un trabajo enorme, pues debía encontrar una vinculación con El Hobbit; pero aún más me costó el marco mitológico. También eso debía ser reescrito. El Señor de los Anillos es sólo la parte final de una obra casi el doble de voluminosa6 en la que trabajé entre 1936 y 1953. (Quise publicarlo todo en orden cronológico, pero resultó imposible.) ¡Y era preciso prestar atención a las lenguas! Si hubiera considerado mi propio placer más que el estómago de una posible audiencia, habría habido muchos más elementos élficos en el libro. Pero aun los fragmentos existentes requerían, si habían de tener algún significado, dos gramáticas y fonologías organizadas y una enorme cantidad de palabras.

Sin consideración de nada más, habría sido una tarea ingente; pero he sido un administrador y maestro moderadamente consciente, y cambié mi cargo de profesor en 1945 (desechando todas mis viejas conferencias). Y, por supuesto, durante la guerra no hubo a menudo tiempo para nada racional. Me quedé atascado en el final del Libro Tercero durante siglos. El Libro Cuarto fue escrito como una serie que fui enviando a mi hijo, que prestaba sus servicios en África en 1944. Los dos últimos libros fueron escritos entre 1944 y 1948. Eso no significa, por supuesto, que la idea principal de la historia fuera un producto de guerra. Se llegó a ella en uno de los primeros capítulos que todavía sobreviven (Libro I, 2). Se la da en realidad y está presente en germen desde el comienzo, aunque no tenía noción consciente de lo que el Nigromante significaba (excepto como mal siempre recurrente) en El Hobbit, ni tampoco qué conexión pudiera tener con el Anillo. Pero si se quisiera proceder a partir del final de El Hobbit, creo que el anillo sería la elección inevitable como vínculo. Luego, si se quisiera una historia larga, el Anillo adquiriría de inmediato una letra mayúscula, e inmediatamente aparecería el Señor Oscuro. Como lo hizo, sin que nadie lo invitara, junto al hogar en Bolsón Cerrado tan pronto como llegué a ese punto. De modo que la Búsqueda esencial empezó en seguida. En el camino encontré muchas cosas que me asombraron. Ya conocía a Tom Bombadil; pero nunca había estado en Bree. Me impresionó ver a Trancos sentado en un rincón de la posada y no sabía más que Frodo acerca de él. Las Minas de Moria habían sido nada más que un nombre; y mis oídos mortales jamás habían escuchado hablar de Lothórien antes de llegar allí. Sabía que los Señores de los Caballos estaban muy lejos, en los confines de un antiguo Reino de los Hombres, pero el Bosque de Fangorn fue una aventura imprevista. Nunca había oído hablar de la Casa de Eorl ni de los Senescales de Gondor. Lo más inquietante de todo es que nunca se me había revelado la existencia de Saruman, y me sentí tan desconcertado como Frodo cuando Gandalf no apareció el 22 de septiembre. No sabía nada de las Palantíri, aunque en el mismo instante en que la piedra de Orthanc fue arrojada desde la ventana, la reconocí y supe la significación del verso folklórico que me había estado rondando la cabeza: siete estrellas y siete piedras y un solo árbol blanco. Estos versos y nombres afloran, pero no siempre se explican. Todavía tengo todo por descubrir acerca de los gatos de la Reina Berúthiel. Pero supe más o menos todo acerca de Gollum y su papel, y acerca de Sam, y sabía también que el camino estaba custodiado por una Araña. Y si esto tiene algo que ver con el hecho de haber sido picado por una tarántula cuando era un niño pequeño, será bienvenida la gente que tenga alguna idea al respecto (suponiendo lo improbable, que alguien se interese por ello). Sólo puedo decir que no recuerdo nada de ello y nada sabría si no se me hubiera contado; y no me disgustan las arañas en particular, no siento la urgencia de matarlas. ¡Por lo común las rescato cuando las encuentro en la bañera!

Bueno, ahora me estoy volviendo verdaderamente gárrulo. Espero que no se haya aburrido de muerte. También espero volver a verlo en alguna ocasión. En ese caso, quizá podríamos hablar sobre usted y su obra y no sobre la mía. De cualquier modo, el interés que muestra en mi obra me sirve de gran aliento.

Con los mejores deseos,

suyo,

J.R.R. Tolkien.

 

* Considere los Ents, por ejemplo. No los inventé de modo consciente, en absoluto. El capítulo títulado «Bárbol», por la primera observación de Bárbol en la pág. 81, fue escrito más o menos tal cual está e hizo un efecto sobre mí (salvo por las penas del trabajo) como si fuera obra de otro. Y ahora me gustan los Ents porque no parecen tener nada que ver conmigo. Diría que algo ha estado ocurriendo en el «inconsciente» por algún tiempo, y eso es lo que da cuenta de la constante sensación, especialmente cuando me atascaba, de que no estaba inventando nada, sino informando (de manera imperfecta), y a veces tenía que esperar hasta que «lo que ocurría realmente» ocurriera. Pero evocando la cuestión analíticamente, diría que los Ents se componen de filología, literatura y vida. Deben su nombre a los a los eald enta geweorc de los anglosajones, y a su conexión con la piedra. Esta parte de la historia es consecuencia, crea, de la amarga desilusión y disgusto sufrido en días escolares por la pobre utilización que hace Shakespeare de la llegada del «Gran bosque de Birnam a la alta colina de Dunisnane»: deseaba inventar un medio en el que los árboles pudieran realmente marchar a la guerra. Y en esto se deslizó un detalle de experiencia, la diferencia entre la actitud «masculina» y la «femenina» en relación con las criaturas silvestres, la diferencia entre el amor no posesivo y la jardinería.

** No más, creo, que The Marvelous Land of Snergs, de Wyke-Smith, Ernest Benn 1927. Mirando la fecha, diría que es probablemente un libro que sirvió de fuente inconsciente sólo par los Hobbits y para nada más.